TEXTO 1
SEÑOR JUAN.- Es indignante… Me da vergüenza que sea mi hija.
TRINI.- Rosita no es mala, padre.
SEÑOR JUAN.- ¡Calla! ¿Qué sabes tú? (Con ira.) ¡Ni mentármela siquiera! ¡Y no quiero que la visites, ni que hables con ella! Rosita se terminó para nosotros… ¡Se terminó! (Pausa.) Debe de defenderse muy mal, ¿verdad? (Pausa.) Aunque a mí no me importa nada.
TRINI.- (Acercándose.) Padre…
TRINI.- Ayer Rosita me dijo… que su mayor pena era el disgusto que usted tenía.
TRINI.- Me lo dijo llorando, padre.
SEÑOR JUAN.- Las mujeres siempre tienen las lágrimas a punto. (Pausa.) Y… ¿qué tal se defiende?
TRINI.- Muy mal. El sinvergüenza ese no gana y a ella la repugna… ganarlo de otro modo.
SEÑOR JUAN.- (Dolorosamente.) ¡No lo creo! ¡Esa golfa!... ¡Bah! ¡Es una golfa, una golfa!
TRINI.- No, no, padre. Rosa es algo ligera, pero no ha llegado a eso. Se juntó con Pepe porque le quería… y aun le quiere. Y él siempre le está diciendo que debe ganarlo, y siempre la amenaza con dejarla. Y… la pega.
TRINI.- Y Rosa no quiere que él la deje. Y tampoco quiere echarse a la vida… Sufre mucho.
SEÑOR JUAN.- ¡Todos sufrimos!
TRINI.- Y, por eso, con lo poco que él le da alguna vez, le va dando de comer. Y ella apenas come. Y no cena nunca. ¿No se ha fijado usted en lo delgada que se ha quedado?
ELVIRA.- ¡Tú antes! (Se abre el I y aparecen Carmina y Urbano. Están con las manos enlazadas, en una actitud clara. Ante la sorpresa de Fernando, Elvira vuelve a cerrar la puerta y se dirige a ellos, sonriente.) ¡Qué casualidad, Carmina! Salíamos precisamente para ir a casa de ustedes.
CARMINA.- Muchas gracias.
(Ha intentado desprenderse, pero Urbano la retiene.)
ELVIRA.- (Con cara de circunstancias.) Sí, hija… Ha sido muy lamentable… Muy sensible.
FERNANDO.- (Reportado.) Mi mujer y yo les acompañamos, sinceramente, en el sentimiento.
CARMINA.- (Sin mirarle.) Gracias.
(La tensión aumenta, inconteniblemente, entre los cuatro).
ELVIRA.- ¿Su madre está dentro?
CARMINA.- Sí; háganme el favor de pasar. Yo entro en seguida. (Con vivacidad.) En cuanto me despida de Urbano.
ELVIRA.- ¿Vamos, Fernando? (Ante el silencio de él.) No te preocupes, hombre. (A Carmina.) Está preocupado porque al nene le toca ahora la teta. (Con una tierna mirada para Fernando.) Se desvive por su familia. (A Carmina.) Le daré el pecho en su casa. No le importa, ¿verdad?
ELVIRA.- Mire qué rico está mi Fernandito. (Carmina se acerca después de lograr despedirse de Urbano.) Dormidito. No tardará en chillar y pedir lo suyo.
ELVIRA.- Tiene toda la cara de su padre. (A Fernando.) Sí, sí; aunque te empeñes en que no. (A Carmina.) Él asegura que es igual a mí. Le agrada mucho que se parezca a mí. Es a él a quien se parece, ¿no cree?
CARMINA.- Pues… no sé. ¿Tú qué crees, Urbano?
URBANO.- No entiendo mucho de eso. Yo creo que todos los niños pequeños se parecen.
FERNANDO.- (A Urbano.) Claro que sí. Elvira exagera. Lo mismo puede parecerse a ella, que… a Carmina, por ejemplo.
ELVIRA.- (Violenta.) ¡Ahora dices eso! ¡Pues siempre estás afirmando que es mi vivo retrato!
CARMINA.- Por lo menos, tendrá el aire de familia. ¡Decir que se parece a mí! ¡Qué disparate!
CARMINA.- (Al borde del llanto.) Me va usted a hacer reír, Fernando, en un día como este.
URBANO.- (Con ostensible solicitud.) Carmina, por favor, no te afectes. (A Fernando.) ¡Es muy sensible!
CARMINA.- (Con falsa ternura.) Gracias, Urbano.
URBANO.- (Con intención.) Repórtate. Piensa en cosas más alegres… Puedes hacerlo…
FERNANDO.- (Con la insolencia de un antiguo novio.) Carmina fue siempre muy sensible.
ELVIRA.- (Que lee en el corazón de la otra.) Pero hoy tiene motivo para entristecerse. ¿Entramos, Fernando?
FERNANDO.- (Tierno.) Cuando quieras, nena.
URBANO.- Déjalos pasar, nena.
(Y aparta a Carmina, con triunfal solicitud que brinda a Fernando, para dejar pasar al matrimonio.)
(Cierra. Pausa. Del IV sale un señor bien vestido. Al pasar frente al I sale de este un joven bien vestido.)
SEÑOR.- Buenos días. ¿A la oficina?
JOVEN.- Sí, señor. ¿Usted también?
SEÑOR.- Lo mismo. (Bajan emparejados.) ¿Y esos asuntos?
JOVEN.- Bastante bien. Saco casi otro sueldo. No me puedo quejar. ¿Y usted?
SEÑOR.- Marchando. Solo necesitaría que alguno de estos vecinos antiguos se mudase, para ocupar un exterior. Después de desinfectarlo y pintarlo, podría recibir gente.
JOVEN.- Sí, señor. Lo mismo queremos nosotros.
SEÑOR.- Además, que no hay derecho a pagar tantísimo por un interior, mientras ellos tienen los exteriores casi de balde.
JOVEN.- Como son vecinos tan antiguos…
SEÑOR.- Pues no hay derecho. ¿Es que mi dinero vale menos que el de ellos?
JOVEN.- Además, que son unos indeseables.
SEÑOR.- No me hable. Si no fuera por ellos… Porque la casa, aunque muy vieja, no está mal.
JOVEN.- No. Los pisos son amplios.
SEÑOR.- Únicamente, la falta de ascensor.
JOVEN.- Ya lo pondrán. (Pausa breve.) ¿Ha visto los nuevos modelos de automóvil?
JOVEN.- ¡Magníficos! Se habrá fijado en que la carrocería es completamente…
(Manolín, que las ve bajar, se interpone en su camino y las saluda con alegría. Ellas se paran.)
TRINI.- (Cariñosa.) ¡Mala pieza! (Él lanza al aire, con orgullo, una bocanada de humo.) ¡Madre mía! ¿Pues no está fumando? ¡Tira eso en seguida, cochino!
(Intenta tirarle el cigarrillo de un manotazo y él se zafa.)
MANOLÍN.- ¡Es que hoy es mi cumpleaños!
TRINI.- ¡Caramba! ¿Y cuántos cumples?
MANOLÍN.- Doce. ¡Ya soy un hombre!
TRINI.- Si te hago un regalo, ¿me lo aceptarás?
MANOLÍN.- ¿Qué me vas a dar?
TRINI.- Te daré dinero para que te compres un pastel.
MANOLÍN.- Yo no quiero pasteles.
MANOLÍN.- No. Prefiero que me regales una cajetilla de tabaco.
TRINI.- ¡Ni lo sueñes! Y tira ya eso.
MANOLÍN.- No quiero. (Pero ella consigue tirarle el cigarrillo.) Oye, Trini… Tú me quieres mucho, ¿verdad?
MANOLÍN.- Oye…, quiero preguntarte una cosa.
(Mira de reojo a Rosa y trata de arrastrar a Trini hacia el «casinillo».)
TRINI.- ¿Dónde me llevas?
MANOLÍN.- Ven. No quiero que me oiga Rosa.
ROSA.- ¿Por qué? Yo también te quiero mucho. ¿Es que no me quieres tú?
MANOLÍN.- Porque eres vieja y gruñona.
(Rosa se muerde los labios y se separa hacia la barandilla.)
TRINI.- (Enfadada.) ¡Manolín!
MANOLÍN.- (Tirando de Trini.) Ven… (Ella le sigue, sonriente. Él la detiene con mucho misterio.) ¿Te casarás conmigo cuando sea mayor?
(Trini rompe a reír. Rosa, con cara triste, los mira desde la barandilla.)
CARMINA, HIJA.- Hasta luego, abuela. (Avanza dando fuertes golpes en la barandilla, mientras tararea.) La, ra, ra…, la, ra, ra…
CARMINA, HIJA.- (Volviéndose.) ¿Qué?
PACA.- Nos des así en la barandilla. ¡La vas a romper! ¿No ves que está muy vieja?
CARMINA, HIJA.- Que pongan otra.
PACA.- Que pongan otra… Los jóvenes, en cuanto una cosa está vieja, solo sabéis tirarla. ¡Pues las cosas viejas hay que conservarlas! ¿Te enteras?
CARMINA, HIJA.- A ti, como eres vieja, te gustan las vejeces.
PACA.- Lo que quiero es que tengas más respeto para… la vejez.
CARMINA, HIJA.- (Que se vuelve rápidamente y la abruma a besos.) ¡Boba! ¡Vieja guapa!
PACA.- (Ganada, pretende desasirse.) ¡Quita, quita, hipócrita! ¡Ahora vienes con cariñitos! (Carmina la empuja y trata de cerrar.)
CARMINA, HIJA.- Anda para dentro.
PACA.- ¡Qué falta de vergüenza! ¿Crees que vas a mandar en mí? (Forcejean.) ¡Déjame!
(La resistencia de Paca acaba en una débil risilla de anciana.)
PACA.- (Vencida.) ¡No te olvides de comprar ajos!
FERNANDO.- ¿Estabas con ella?
FERNANDO.- ¿Recuerdas que te hemos dicho muchas veces que no tontearas con ella?
FERNANDO, HIJO.- (Que ha llegado al rellano.) Sí.
FERNANDO.- Y has desobedecido…
FERNANDO, HIJO.- Papá… Yo…
FERNANDO.- Entra. (Pausa.) ¿Has oído?
FERNANDO, HIJO.- (Rebelándose.) ¡No quiero! ¡Se acabó!
FERNANDO, HIJO.- ¡No quiero entrar! ¡Ya estoy harto de vuestras estúpidas prohibiciones!
FERNANDO.- (Conteniéndose.) Supongo que no querrás escandalizar para los vecinos…
FERNANDO, HIJO.- ¡No me importa! ¡También estoy harto de esos miedos! (Elvira, avisada sin duda por Manolín, sale a la puerta.) ¿Por qué no puedo hablar con Carmina, vamos a ver? ¡Ya soy un hombre!
ELVIRA.- (Que interviene con acritud.) ¡No para Carmina!
FERNANDO.- (A Elvira.) ¡Calla! (A su hijo.) Y tú, entra. Aquí no podemos dar voces.
FERNANDO, HIJO.- ¿Qué tengo yo que ver con vuestros rencores y vuestros viejos prejuicios? ¿Por qué no vamos a poder querernos Carmina y yo?
FERNANDO.- No puede ser, hijo.
FERNADO, HIJO.- Pero ¿por qué?
FERNANDO.- Tú no lo entiendes. Pero entre esa familia y nosotros no puede haber noviazgos.
FERNANDO, HIJO.- Pues os tratáis.
FERNANDO.- Nos saludamos, nada más. (Pausa.) A mí, realmente, no me importaría demasiado. Es tu madre…
ELVIRA.- Claro que no. ¡Ni hablar de la cosa!
FERNANDO.- Los padres de ella tampoco lo consentirían. Puedes estar seguro.
ELVIRA.- Y tú debías ser el primero en prohibírselo, en vez de halagarle con esas blanduras improcedentes.
ELVIRA.- ¡Improcedentes! (A su hijo.) Entra, hijo.
FERNANDO, HIJO.- Pero mamá… Papá… ¡Cada vez lo entiendo menos! Os empeñáis en no comprender que yo… ¡no puedo vivir sin Carmina!
FERNANDO.- Eres tú el que no nos comprendes. Yo te lo explicaré todo, hijo.
ELVIRA.- ¡No tienes que explicar nada! (A su hijo.) Entra.
FERNANDO.- Hay que explicarle, mujer… (A su hijo.) Entra, hijo.
FERNANDO, HIJO.- (Entrando, vencido.) No os comprendo… No os comprendo.
FERNANDO.- (Volviéndose.) Hola. ¿Qué quieres?
URBANO.- Un momento. Haz el favor.
URBANO.- Es solo un minuto.
URBANO.- Quiero hablarte de tu hijo.
FERNANDO.- ¿De cuál de los dos?
FERNANDO.- ¿Y qué tienes que decir de Fernando?
URBANO.- Que harías bien impidiéndole que sonsacase a mi Carmina.
FERNANDO.- ¿Acaso crees que me gusta la cosa? Ya le hemos dicho todo lo necesario. No podemos hacer más.
URBANO.- ¿Luego lo sabías?
FERNANDO.- Claro que lo sé. Haría falta estar ciego…
URBANO.- Lo sabías y te alegrabas, ¿no?
FERNANDO.- ¿Que me alegraba?
URBANO.- ¡Sí! Te alegrabas. Te alegrabas de ver a tu hijo tan parecido a ti mismo… De encontrarle tan irresistible como lo eras tú hace treinta años.
FERNANDO.- No quiero escucharte. Adiós.
URBANO.- ¡Espera! Antes hay que dejar terminada esta cuestión. Tu hijo…
FERNANDO.- (Sube y se enfrenta con él.) Mi hijo es una víctima, como lo fui yo. A mi hijo le gusta Carmina porque ella se le ha puesto delante. Ella es quien le saca de sus casillas. Con mucha mayor razón podría yo decirte que la vigilases.
URBANO.- ¡Ah, en cuanto a ella puedes estar seguro! Antes la deslomo que permitir que se entienda con tu Fernandito. Es a él a quien tienes que sujetar y encarrilar. Porque es como tú eras: un tenorio y un vago.
URBANO.- Sí. ¿Dónde han ido a parar tus proyectos de trabajo? No has sabido hacer más que mirar por encima del hombro a los demás. ¡Pero no te has emancipado, no te has libertado! (Pegando en el pasamanos.) ¡Sigues amarrado a esta escalera, como yo, como todos!
FERNANDO.- Sí; como tú. También tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad. (Irónico.) Ibais a arreglar las cosas para todos… Hasta para mí.
URBANO.- ¡Sí! ¡Hasta para los zánganos y cobardes como tú!
(Carmina, la madre, sale al descansillo después de escuchar un segundo e interviene. El altercado crece en violencia hasta su final.)
CARMINA.- ¡Eso! ¡Un cobarde! ¡Eso es lo que has sido siempre! ¡Un gandul y un cobarde!
CARMINA.- ¡No quiero! Tenía que decírselo. (A Fernando.) ¡Has sido un cobarde toda tu vida! Lo has sido para las cosas más insignificantes… y para las más importantes. (Lacrimosa.) ¡Te asustaste como una gallina cuando hacía falta ser un gallo con cresta y espolones!
URBANO.- (Furioso.) ¡Métete para adentro!
CARMINA.- ¡No quiero! (A Fernando.) Y tu hijo es como tú: un cobarde, un vago y un embustero. Nunca se casará con mi hija, ¿entiendes?